La risotada

Le llegó de golpe un mensaje al cuerpo, una alerta brusca. Abrió los ojos y se sentó en la cama, sintió el pulso acelerado y la respiración corta. Aún enredado en hilos de irrealidad, en la negrura de su habitación, comenzó a escuchar una risa. Era fuerte y con tonos rasposos. Intentó ser racional. “Será algún resto de sueño”, pensó. Pero la risa que ya era carcajada seguía allí, cada vez más intensa. Sarcástica. Se levantó y miró alrededor buscando algo que temía encontrar. Decidió inspeccionar (aterrado) el placard entreabierto. Se acercó con lentitud y lo abrió de un solo movimiento. No había nada. Revolvió la ropa con violencia. Nada. En la enérgica revuelta lanzó las prendas que llegaron hasta el pasillo del departamento y el comedor. Nada. La risotada era perpetua. Revoleó las sábanas y las frazadas al piso, arrojó con furia las almohadas, dio vuelta el colchón, pateó las pantuflas, el velador explotó contra una pared y luego —sin energía— cayó al suelo y se colocó en posición fetal y lloró y su llanto se mezcló con carjacada.

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