Las botas de cuero ajado

Es una mañana como cualquier otra. Se despierta con el nivel de somnolencia habitual. En modalidad automática toma unos mates y dos tostadas con queso blanco. Sale distraída y camina hasta donde está la parada del colectivo que la llevará hasta el subte. Viene particularmente algo más lleno que lo normal y tiene la sensación desde el momento en el que paga el boleto de que no podrá llegar a la puerta de salida para bajar, sobre todo porque el trayecto no son más de diez o doce cuadras. Aprovecha uno de esos movimientos de personas en los que alguno baja y otro, envalentonado, empieza su travesía hacia la parte de atrás y los demás lo siguen. Llega el momento de bajar y ya está frente a la puerta. Baja. Camina hasta la boca del subte y mira las naranjas, los tomates, las paltas y las frutillas en la verdulería a su derecha. Le dan ganas de comprar, pero no lo hace: va apurada y no quiere cargar con bolsas durante todo el día. Así que mira las verduras sin comprarlas como cada día y baja las escaleras del subte. Pasa por el molinete y cuando llega al andén hay un subte abriendo sus puertas. Logra subir y sentarse. Va perdida en su propio mundo y sus ojos oscilan sin mirar nada en particular, pero mirando todo a la vez. Ve las publicidades en la primera ventana; el cartel de prioridad para sentarse; ve a la señora vestida de manera extraña (con una polleras de gasa con lentejuelas y bordados de color verde manzana y una musculosa de hilo blanca); ve al nene que sentado al lado de su mamá juega con el celular; ve al adolescente parado al lado de la puerta moviendo la cabeza al compás de la musica que escucha; ve, con intriga, una mancha en el tapizado de los asientos frente a ella; ve un par de trenzas en la cabeza de una nena que la remiten a su propia infancia; y las ve: son botas de media caña, negras, con el cuero ajado por los años, pero con el brillo característico de la pomada pasada una y mil veces. Tienen los tacos malgastados por una mala pisada hacia afuera y fueron lastimadas por la presión de los juanetes. Las portan unas piernas cortas y rellenas sin ser gordas. Iguales a las de ella.

La mente juega con su mente como lo hace la de todos. Hace casi veinte años que no ve su rostro y vive en una pelea constante contra el tiempo para no olvidar sus rasgos, su sonrisa, su voz. A veces recuerda más sus fotografías que la imagen real del pasado. Otras veces se presentan sus ojos con la pintura corrida por las lágrimas que le provocó alguna de las tantas dolencias que la atravesaron durante su tiempo en este mundo. Pero los recuerdos son fugaces: aunque intenta retenerlos se desvanecen como los sueños al despertar.

Ella marcó su vida para siempre. Lleva alguna de sus actitudes en su propia personalidad. Sus valores se formaron con los de ella. ¿Cómo es posible que se diluya de su conciencia? Muchas veces cierra los ojos con fuerza e intenta verla y no puede, no está ahí. Ya no. Sin embargo, ahora, en ese subte, en ese instante, en un par de botas ajenas pero propias, ella se hace presente como un cachetazo al alma. Las mira en el cuerpo de esa extraña y siente que fue ayer la última vez que las vio. Esas botas, que incluso alguna vez pidió prestadas, viajan del pasado para que su madre la acompañe un día más en su vida, aunque sea de una manera tan dolorosamente intangible.

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